Era una tarde calurosa en Valencia. Elías, un cartero jubilado, preparaba su famosa paella de marisco. Había seleccionado los ingredientes con cuidado: el arroz era de la mejor calidad, el azafrán puro y las gambas parecían frescas. La receta era una tradición familiar, y Elías planeaba sorprender a sus sobrinos con ella.
Hacia las cuatro de la tarde, el plato estaba listo. El aroma se extendía por todo el vecindario. «Voy a poner la mesa rápidamente,» pensó Elías, «antes de que lleguen.» Abandonó la cocina solo por cinco minutos, para colocar los platos en el comedor.
Al regresar, el corazón le dio un vuelco. ¡La paella, que había dejado sobre la encimera, había desaparecido! Solo quedaba la paellera grande y vacía y algunas cáscaras de limón sobrantes. «¡Esto es imposible!» exclamó. «¿Quién o qué habría sido capaz de llevarse semejante cantidad de comida en tan poco tiempo?»
Elías decidió investigar la situación de inmediato. Recordó que, al abrir la puerta del comedor, había oído un ruido extraño, una especie de «plof» suave. Ese sonido le condujo al patio trasero. Entre las macetas, vio algo inusual. Había unas pequeñas huellas de color naranja, como si una persona muy diminuta hubiera comido justo allí.
Siguió buscando y descubrió, junto a una pequeña fuente, una nota. Estaba escrita con una caligrafía pulcra y elegante. La nota decía: «Muchas gracias por la paella tan exquisita. Necesitábamos un refuerzo urgente para la expedición. Mañana se la devolveremos. P.D. Es usted un cocinero excelente.»
Elías se rio. No estaba enfadado, sino más bien curioso. «¿Refuerzo? ¿Expedición?» se preguntó. Al día siguiente, al despertarse, encontró una bolsa grande delante de la puerta. Dentro había otra paella, el doble de grande, una paellera nueva y una pequeña brújula brillante. Encima, había un mapa del vecindario con una pequeña X roja marcada. El misterio estaba resuelto, pero una nueva aventura acababa de empezar.